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En Colombia el sector cultural fue uno de los más afectados durante la pandemia. Muchos venues y bares, siguiendo el instinto de supervivencia, se aferraron a su audiencia, lo único que siempre los ha mantenido a flote. Estas son algunas de sus historias

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Autora : Daniela Trujillo

Foto : Calle 9+1

Si queda alguna imagen de la pandemia para la historia es la de la puerta cerrada. Vimos puertas cerradas en todo el mundo. Desde las tiendas de alimentos más pequeñas, hasta los edificios más enormes de las capitales:  casas y hoteles, pasando por aeropuertos, terminales y fronteras. El planeta entero se convirtió en un diálogo interior, y nos adaptamos a una forma de vida donde lo individual cobró mayor importancia. 

Un vacío notable de esta nueva realidad fue el de espacios dedicados a la cultura y la fiesta. Sitios que pasaron a ser la última preocupación durante ese periodo. Según la Evaluación de impacto del covid-19 en las industrias culturales y creativas, realizada por Mercosur, la Unesco, el Banco Interamericano de Desarrollo, la Secretaría General Iberoamericana y la Organización de Estados Iberoamericanos, durante el segundo periodo de 2020, la industria creativa latinoamericana registró pérdidas del 80 %. Junto a eso, se perdieron 2.6 millones de empleos y se cancelaron el 83 % de eventos en la región. 

Colombia registró en ese entonces más de 7,300 espacios completamente cerrados al público, entre museos, cines, salas de concierto, galerías, teatros, librerías, bibliotecas y otros espacios de ocio. El impacto de la pandemia nos dejó con una sensación de abandono estatal y de crisis en Colombia, que terminó en un Paro Nacional sin precedentes en nuestra historia reciente. 

Lo que muchos venues, discotecas y bares pronosticaron como algo de unos días, duró siendo una inactividad normalizada de casi seis meses. La primera reapertura de prueba se dio en agosto del 2020 sin fiesta ni alcohol, autorizando solo la venta de comida dentro de los bares. En marzo del 2021 se admitió el alcohol, sin necesariamente vincularse a la fiesta, hasta la medianoche y paulatinamente, durante los siguientes meses de este año, se fueron retirando las demás restricciones, pasando a abrir con aforo limitado los sectores de fiesta hasta la una de la mañana, luego hasta las tres y finalmente hasta las cinco. Fue de entrada una situación insostenible  para quienes viven de la vida nocturna, de las pistas de baile y del público asistente.

Por esto, bares y discotecas tuvieron que encontrar maneras para sobrellevar un evento apocalíptico que prometía acabar con el mundo tal y como lo conocíamos. Algunos fueron Calle 9+1 en Medellín, Asilo Bar en Bogotá, y Fecuencia Violeta (conocida como Elíptica) en Cali. Sitios representativos de la escena electrónica alternativa, que vivieron una odisea para sostenerse ante un virus mortal que prohibió el contacto, inclusive en la pista de baile. ¿La clave? La respuesta, lejos de ser la ayuda estatal, fue el sostenimiento de un público fiel y constante.

El amor por seguir sostuvo a Calle 9+1

Calle 9+1 se encuentra en la calle 10 con 40 en Medellín, Antioquia. Con los años Camilo Naranjo, conocido como Vandel y socio del lugar, cuenta cómo el turismo aumentó de forma exponencial, junto con un público amplio. Esto los llevó a adecuar constantemente el lugar:“El público exigió una transformación a la que nosotros cedimos, entre más gente llegaba nos convertimos en una comunidad donde primaba la música electrónica y la fiesta nocturna”. En enero de 2020 decidieron endeudarse para una renovación estructural. Y esa gran deuda se tropezó con una crisis sanitaria mundial. 

Cuando pensamos en la pandemia imaginamos un efecto mariposa. Y si a esa situación se le suma una deuda imposible de pagar sin un público asistente, el panorama no mejora. Al preguntarle a Vandel cómo lograron sobrellevar la situación, con risa nerviosa responde: “No lo sabemos”. Hablar de apoyo estatal para el salvamento de estos espacios en pandemia es una fantasía en su caso. 

Si bien el decreto 818 de junio del 2020 fue implementado, sus recursos se quedaron cortos para las necesidades de quienes sostienen los lugares. Sus propuestas del congelamiento tributario no fueron suficiente alivio, dejando en ascuas a miles de lugares durante el periodo de cuarentena. Vandel y el resto de entrevistados coinciden en una cosa:“Nunca hubo ayuda del Estado, ni de las alcaldías, ni de los bancos”.

En cambio, afirman que los venues se salvaron por el público. En junio de 2020, Calle 9+1, hizo el primer ‘Distanciamiento Sonoro Independiente’, un festival virtual de house y techno, que recaudó dinero y ofreció música por 36 horas en tres stages modulares rotativos. El público pudo disfrutar desde casa a más de 30 DJs nacionales de música electrónica en tarima como Ana Gartner, ADM, Julianna, Retrograde Youth y muchos más, a cambio de donaciones. 

Con el evento recolectaron dinero suficiente para subsanar algunos gastos urgentes. “Vendimos merch y cócteles que llevábamos a domicilio, también comida en colaboración con colegas de restaurantes. Casi se sintió como estar de fiesta en el bar. Tuvimos toda la producción en vivo, mientras la gente en fincas y casas se reunía para escucharnos”, añade Vandel. Pero un evento virtual no suple la necesidad de fiesta que produce un encierro de siete meses, y los socios destinaron el dinero de trabajos alternos para Calle 9+1 hasta su reapertura. Todo se hizo “Sin saber cómo, solo por el amor a seguir”

Elíptico: transformación y conciencia

En paralelo, al sureste de Colombia, uno de los proyectos más sólidos y antiguos de la escena electrónica de Cali, conocido como Elíptico (o Eliptica club), luchaba por sostenerse. Este proyecto, a cargo de Mauricio Hincapié, hizo una renovación de su concepto para darle vida a La Frecuencia Violeta, un proyecto junto a Juan Silva y Sebastián Varela.

El espacio cultural, ubicado al norte de la ciudad, es para distintos públicos de Menga y aloja muchos más proyectos aparte de los electrónicos. Ese también fue un método de supervivencia de muchos venues: renovarse y ampliar sus apuestas. “No es que hiciera falta algo Pero tras tantos años de actividad y debido a la pausa de la pandemia, escogimos ese como momento ideal de transformación”, cuenta Marcela Mar, encargada de las relaciones públicas del espacio.

Cali se concibe como un lugar de rumba interminable. Marcela comenta que antes de la pandemia, la ciudad tenía fiestas de lunes a domingo, incluidos espacios como los “After-office”. Por esto, el impacto de la pandemia en la vida nocturna caleña se sintió con más fuerza. Muchos de estos sitios, que alojaban desde estudiantes hasta trabajadores, cerraron con las restricciones. Sin embargo, la pausa fue una gran oportunidad de conciencia alrededor de la fiesta para proyectos como La Frecuencia Violeta

Esa pregunta por el sentido fue un pie para arrancar. Como cerrar no era una posibilidad, fue Mauricio, dueño del espacio, quien mantuvo a flote el lugar haciendo eventos paulatinos bajo un modelo de preventa hasta junio de 2021, mientras abrían de manera permanente. Si bien su espacio tampoco aplicó para ningún incentivo local o nacional, Marcela afirma que en Cali sí nacieron muchos grupos de apoyo convocados por la comunidad, que funcionaron como mediadores entre el sector cultural y la Alcaldía para encontrar alternativas ante protocolos que los espacios encontraban contraproducentes.  

La Frecuencia Violeta @ We are Europe
© La Frecuencia Violeta

Cuenta Marcela que La Frecuencia Violeta, después de esa pausa, se establece como un lugar de disfrute consciente de la música misma, en la que todos se encuentran en un espacio seguro y en una sintonía particular. (…) Hay una intención de aporte interno donde queremos revertir también el daño que causó la pandemia”. Ahora su objetivo es mantener un espacio donde quepan todas y todos, donde la música reúna todo lo que el virus separó.

“Entendimos que Asilo es de la gente”

De la montaña hirviente de las calles de Cali, pasamos a la esquina fría de la Avenida Caracas con Calle 34 en Bogotá. Allí, una casa esquinera de dos pisos, aloja desde 2011 en su pista de baile a cuadros, a uno de los públicos más alternativos y pospunkeros de la ciudad. Asilo Bar fue fundado hace más de 10 años por Pasajero, Sandra Quintero y Daniel Calle. Lo que antes era un prostíbulo, se convirtió en un espacio de culto para la vida nocturna bogotana. Durante una década, su apuesta ha sido reconocer el valor de lo independiente. 

La llegada de la pandemia los tomó por sorpresa. Asilo es más que un negocio para nosotros, fue duro emocionalmente. Al inicio subestimamos la situación, no pensamos que fuera tanto tiempo”, cuenta Sandra, y añade que el lugar “Se ha sostenido en parte también por lo emocional que gira en él, por los momentos buenos y malos. No poder movernos, cancelar todo y vivir en la incertidumbre absoluta fue muy difícil. Hasta mayo del 2020 nos dimos cuenta que todo estaba grave y que no iba a acabar ahí”. Pese a la crisis mundial que vivimos durante ese año, los dueños de Asilo nunca pensaron en cerrar. 

En agosto de 2020 llegó la angustia del cierre. Asilo se mantuvo por economía informal”, reconoce Sandra. “El país nos prometió mil cosas: ayudas, incentivos y descuentos. Hicimos filas, tocamos puertas y nunca pasó nada. La ayuda solo fue para los bancos” dice ella, para quien la lógica económica en Colombia todavía obedece al modelo feudal. 

“A los pequeños empresarios no les dieron nada. Fue muy complejo: los bancos fueron salvajes, dieron plazos, pero con aumento de intereses. Aquí uno trabaja, pero vive condenado” Los tres venues descartaron la ayuda estatal desde el inicio. En el caso de Asilo, el lugar se sostuvo con los trabajos alternos de sus socios y también gracias a la gente.

“Recorrimos la ciudad repartiendo camisetas y llaveros. Cada que tocábamos una puerta la gente decía ojalá se mantengan, ojalá logren sobrevivir. Ese afecto nos conmovió mucho. Realizamos una Vaki y la gente nos ayudó en masa. Entendimos que Asilo es de la gente. Luego convertimos el espacio en un gastrobar, donde vendíamos junto con colegas comida vegana y cerveza, mientras estaban los DJs en tarima porque no era posible bailar” cuenta Sandra. La salvación fue el añoro incansable del público, personas que han construido allí recuerdos, amistades y ecosistemas culturales.

La Frecuencia Violeta @ We are Europe
© La Frecuencia Violeta

Asilo, al igual que los demás espacios, sobrevivieron uniéndose con otros venues en crisis, haciendo presentaciones virtuales de DJs y selectores como El Sindicato DJ Gang amenizando con soul, rockabilly, punk, post punk y más. Contrario a Vandel, quien se niega a volver a la experiencia virtual de la fiesta, Sandra considera que esto abrió una puerta que debe ser explorada para llegar a más lugares.

Con cariño, estos tres proyectos nombran orgullosamente el alcance de sus públicos, que oscilan entre los 20 y los 60 años, generaciones que se han cobijado bajo un mismo concepto de fiesta en cada lugar de estas ciudades. Y que ahora es un público transformado luego de dos años de pandemia.

Tanto Vandel, como Marcela y Sandra, comentan con extrañeza sobre este cambio. Muchos siguen siendo clientes frecuentes, otros se pensionaron de las fiestas, y unos cuantos empezaron a estrenar su cédula para conocer estos sitios. Sin embargo, queda un rezago del recuerdo de los clientes que ya no están.

Luego de tanto silencio, y de tantos días con las puertas cerradas, Calle 9+1, La Frecuencia Violeta, Asilo y seguramente muchos otros espacios en el país, aseguran que la música y las escenas musicales alternativas tienen un papel clave en la construcción de sociedad. Obligados a vivir en un mundo que redujo nuestra vida al trabajo, el estudio y a dejar de lado el contacto con el otro, las pistas de baile, la música en vivo, los DJs y el goce, estos gestores culturales y su lucha por permanecer nos recuerdan la importancia de sentirnos vivos alrededor de la música y entender que la gente siempre es quien salva la cultura. La cultura es la gente misma.

About the Autor

Daniela Trujillo es estudiante de Creación Literaria de la Universidad Central. Actualmente también dedicada al periodismo, escribe con una preocupación particular sobre música hispanoamericana y la participación de las mujeres y disidencias en esta.

Miembro del colectivo In-correcto, un sello-editorial dedicado a difundir artistas alternativos, experimentales y latinoamericanos. Participante del colectivo Vozes, dedicado a retratar a través de la literatura el territorio, la memoria y las mujeres desde la Organización Femenina Popular. Ha publicado en medios como Cartel Urbano y Shock

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